Otros, recurriendo a diversos arsenales de datos, señalan diferentes hitos de la historia como hitos de diseño: la invención de la escritura, tecnología cognitiva y material esencial para la cultura humana; la columna de Trajano (S. II), como un antecedente del diseño tipográfico; la invención de la prensa de tipos móviles por Gutenberg, Schaeffer y Fust (S. XV) como germen de la seriación programada de un diseño predefinido; o la revolución industrial a mediados del S. XVIII como el suceso (o la serie de ellos) que consolidan la producción masiva, madre de los estándares, del proyecto y la prefiguración como condición imprescindible1 de productos y procesos.
Estos datos —que pueden ser esgrimidos como parte de la “cultura” del diseño y que muchas veces han sido presentados como antecedentes de la influencia de los inventos en el modo de pensar y de los roles que cumple el diseño— antes que situarnos en una perspectiva constructiva acerca de quienes somos, de donde venimos y nuestro lugar en la escena humana, son acogidos por la mayoría de nosotros con una frialdad inquietante, como si la sola indagación fuese una pérdida de tiempo (a menos naturalmente que llevemos la discusión a la notable —y no por informal menos necesaria— filosofía de bar). La sentencia acerca de la “ociosidad”, el “aburrimiento” de la teoría y la historia, la metáfora que equipara el diseñar con hacer el amor (“mejor hacerlo que hablar de él”)2, nos devuelve a la madre de todas nuestras batallas: la de los que intentamos hacer un discurso coherente con todo lo que hemos vivido por causa del diseño. ¿A quién le habla el diseñador cuando habla de su quehacer, de su historia, de su proyección?, ¿Le habla a sus congéneres o a una abstracción lejana y acomodaticia que denominaremos “diseño”?
Estos datos —que pueden ser esgrimidos como parte de la “cultura” del diseño y que muchas veces han sido presentados como antecedentes de la influencia de los inventos en el modo de pensar y de los roles que cumple el diseño— antes que situarnos en una perspectiva constructiva acerca de quienes somos, de donde venimos y nuestro lugar en la escena humana, son acogidos por la mayoría de nosotros con una frialdad inquietante, como si la sola indagación fuese una pérdida de tiempo (a menos naturalmente que llevemos la discusión a la notable —y no por informal menos necesaria— filosofía de bar). La sentencia acerca de la “ociosidad”, el “aburrimiento” de la teoría y la historia, la metáfora que equipara el diseñar con hacer el amor (“mejor hacerlo que hablar de él”)2, nos devuelve a la madre de todas nuestras batallas: la de los que intentamos hacer un discurso coherente con todo lo que hemos vivido por causa del diseño. ¿A quién le habla el diseñador cuando habla de su quehacer, de su historia, de su proyección?, ¿Le habla a sus congéneres o a una abstracción lejana y acomodaticia que denominaremos “diseño”?